CAPÍTULO 1 EL MUNDO ONÍRICO DE BLANCA

CAPÍTULO 1

CAPÍTULO 1 EL MUNDO ONÍRICO DE BLANCA   Una fina lluvia del mes de noviembre resbalaba por la ventana de la habitación, mientras unos incipientes relámpagos que anunciaban la llegada de una tormenta iluminaban de vez en cuando la estancia.

La luz de las farolas del puerto rompía la penumbra dejando ver el mobiliario, compuesto por una cama colocada frente a la ventana, una silla llena de ropa lista para ponerse, una mesilla de noche hecha con un gran tronco de árbol donde reposaba un despertador antiguo, un portarretratos con un hombre y una mujer abrazando a una niña pequeña, y un perchero de pared donde colgaba un chubasquero naranja. A sus pies, en el suelo, perfectamente colocadas, unas botas altas de goma.

El ruido de las sirenas de los barcos que regresaban con sus bodegas cargadas en su gran mayoría de sardinas, que pronto serían llevadas a la lonja y posteriormente subastadas al mejor postor, anunciaba la llegada de los barcos que la tarde anterior habían salido a faenar a la mar.

Eran las 5 de la madrugada cuando el viejo despertador empezó a sonar con gran estrépito. El bulto que se adivinaba debajo de las mantas se movió dejando ver un brazo desnudo que alargaba una mano para apagarlo.

Pasaron varios minutos hasta que aquel cuerpo empezó a moverse. Tras echar las mantas hacia los pies de la cama quedó sentado, con los pies colgando y apoyados en el frío suelo.

En ese momento un rayo iluminó toda la habitación, seguido a los pocos segundos por el estallido de un trueno que hizo vibrar los cristales de la ventana. El cuerpo dio un salto y se incorporó. Quedó inmóvil de pie. Después se estiró y rascó suavemente un cuello escondido debajo de una melenita corta de color castaño claro.

Era el cuerpo de una joven de proporciones bien formada. Su aproximadamente metro sesenta y nueve y sus 52 kilos de peso armonizaban perfectamente con unos pechos firmes como correspondían a una joven de dieciocho años, curtida con el duro trabajo del día a día en las faenas de la mar.

Una voz ronca, procedente del piso inferior de la casa, atravesó las escaleras y penetró en la habitación.

–Blanca, cariño, el desayuno está esperándote.

–Ya voy, papá. Me visto y enseguida bajo.

En la cocina, preparando un café de puchero mientras untaba unas enormes rebanadas de pan de pueblo con mantequilla, se encontraba Juan. Era el típico marinero del norte, grande, fuerte, de rostro y manos curtidas por el sol, el yodo y el salitre del agua de mar.

El pelo corto, espeso y de color casi blanco, junto a su tez morena, hacían resaltar el color azul claro de sus ojos.

Embutida en un traje de faena de goma, con peto y tirantes que solo dejaban ver debajo de él un grueso jersey de lana color gris oscuro, y calzada con sus botas y el chubasquero al hombro, apareció Blanca después de haber bajado corriendo las escaleras. Fue hacia su padre, le abrazó y le besó sus mejillas. Cogió su cara entre las manos y mirándole a los ojos con ese cariño y amor de hija que sentía le dijo:

–Buenos días. Juan, otro día más se nos permite seguir vivos a los dos. Te quiero y estampándole otro beso se puso a servir el café que acababa de salir, en dos tazones inmensos de barro.

Padre e hija dieron buena cuenta del desayuno. Al terminar y como era su costumbre se sirvieron unos chupitos de orujo hechos de unas uvas recogidas de sus propias parras. Él encendió su vieja pipa mientras ella se liaba un cigarrillo y daba unas palmaditas en la emisora de radio que había cerca del hogar, para comprobar si funcionaba.

Sobre esas horas cada día, al otro lado del altavoz, se escuchaba una voz que gritaba:

–Buenos días. Dentro de quince minutos atracamos en el puerto. ¿Estáis listos para la faena? Hoy venimos bien cargados. Os quiero.

Era la voz de Jon-Jon (Juan José), su hermano, tres años mayor que ella y al que esa semana le había tocado patronear El Cormorán, barco de pesca propiedad de su padre.

A toda prisa Blanca recogió todo lo del desayuno, preparó el almuerzo de los tres y junto a su padre salieron de la casa en dirección al espigón del faro donde atracaría su hermano.

Una densa niebla envolvía el pueblo de pescadores. Había dejado de llover y la tormenta se oía cada vez más lejana. Los rayos que se veían en el horizonte de la mar no traían ya hasta la costa el ruido ensordecedor de los truenos, el silencio y la calma del viento recorrían las calles amparados bajo la niebla.

Por el camino hasta la taberna que había al lado de la casa de pescadores y la lonja se cruzaron con varios vecinos que, como ellos, iban a esperar alguna embarcación familiar para ayudar en su descarga.

–Buenos días, pareja les saludó Manuel cuando entraban en el bar Poniente.

–Buenos días también para ti, Manuel. Pon dos cafetitos cortados bien calientes.

Blanca y Juan se sentaron en sendos taburetes altos en la esquina de la barra, desde donde a través de un gran ventanal se podía ver la maniobra de atraque de los barcos que escalonadamente iban llegando.

Manuel, el dueño del bar, estaba terminando de prepararles los cafés mientras hablaba con ellos cuando por una puerta de batientes que separaba la barra de la cocina apareció un joven con un plato en la mano, gritando:

-¡Marchando un bocadillo de atún con tomate y lechuga para la pescadera!

Blanca dirigió su cabeza hacia el muchacho y durante unos segundos sus miradas se cruzaron y permanecieron fijas. Sintió como un latigazo dentro de su pecho y su respiración se aceleró de tal forma que parecía que su corazón quería salírsele de su pecho.

–Manuel, ¿quién es ese chaval?

Antes de que Manuel pudiese contestar Juan la agarró del brazo y tirando de ella dijo:

–Vamos, Blanca. Tu hermano acaba de atracar.

Cuando llegaron a El Cormorán, Jon- Jon estaba saltando al muelle y se dirigió hacia ellos con una sonrisa en los labios. A sus 21 años tenía ya la apariencia de todo un hombre, alto y fornido. Llevaba su larga melena castaña recogida en una coleta que le apartaba los pelos de la cara y dejaba ver un rostro bello y agradable.

Levantó a su hermana del suelo abrazándola por la cintura y le dio un par de besos. A continuación, estrecho la mano de su padre entre las suyas y dijo: «Vamos, viejo. Te será difícil superar las capturas que hemos hecho hoy». Después le dio un fuerte abrazo.

Padre e hijos se adoraban. Cuando Blanca tenía 8 años, Carmiña, su madre, murió de una infección sin que los médicos pudieran determinar la causa.

Desde ese momento ella se convirtió en el alma de la casa, siempre ayudada por su padre y hermano que se ocupaban de las tareas más duras, permitiéndole así que pudiera continuar en el colegio y después cursar los estudios de enfermería en Santiago de Compostela.

La grúa de El Cormorán, manejada por Jon-Jon desde el muelle, iba apilando las cajas de sardina en montones de siete. Cada vez que ponía una era inmediatamente cubierta con una fina capa de hielo esparcido con una pala por una operaria de la lonja. Al terminar había siete montones de cajas apiladas, lo que hizo un total de 49 cajas de sardinas y 8 más con diversas capturas. Se podían ver pulpos, calamares, pargos, rodaballos y alguna que otra langosta de buen tamaño, así como unas cuantas nécoras y un inmenso centollo.

Una carretilla mecánica de la lonja se llevó los dos palés al interior para resguardar la pesca de la fina lluvia que en esos momentos comenzaba a caer de nuevo.

Jon-Jon se encaminó hacia la lonja para finalizar la venta mientras que Blanca y su padre saltaban a bordo. Allí otros tres marineros empezaban con las faenas de limpieza y preparativos para la próxima salida, que no sabían cuándo sería, pues la predicción del tiempo anunciaba mala mar para los días siguientes.

Mientras revisaba las redes y cosía los desperfectos ocasionados en ellas tras la última salida, sus pensamientos estaban en el Poniente. Una y otra vez el cruce de miradas con aquel muchacho no se le iba de la cabeza, mientras un extraño hormigueo recorría todo su cuerpo y le creaba una sensación como nunca había experimentado.

Esta sensación la turbaba y al mismo tiempo le agradaba. Su joven cuerpo respondía de una manera totalmente nueva, se sentía excitada sexualmente, y se preguntaba cómo era posible que habiendo salido muchas veces con compañeros de estudios y amigos nunca hubiese sentido nada parecido.

En julio había terminado los estudios de ATS y, después de hacer un viaje a Palma de Mallorca para celebrarlo, con un grupo de compañeros y compañeras de clase, decidió irse a vivir con su padre y hermano, ya que después de presentar su currículum en la Seguridad Social le habían confirmado que el 7 de enero se podía incorporar a la plaza del destino que había solicitado en segundo lugar, que correspondía a Santiago.

Una vez en casa y mientras esperaba la incorporación decidió ayudarles como hacia todos los veranos de su época de estudiante.

Para ella el año 1980 era el comienzo de una nueva vida. A partir de entonces tendría unas responsabilidades profesionales que en nada se parecían a las que como hija y hermana tenía en su casa. Su nuevo trabajo le permitiría tener una independencia económica que haría posible que si quería pudiese emanciparse, cosa que ella ni se planteaba hasta que se casase o faltase su padre.

Al mediodía y después de haber almorzado lo que ella había traído de casa, dio por terminadas las faenas de a bordo y decidió echarse una cervecita, como cada día en el Poniente, y participar de las conversaciones de todos los que a esas horas se encontraban allí. Pero ese día no era otro día más. Ese día unos ojos azules con los que intercambió unos segundos su mirada le hacían desear como nunca entrar por la puerta y volvérselos a encontrar.

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Muchos de vosotros ya la habéis leído, bien por habérmela pedido a través de la página web o por haberla comprado en los eventos en los que acudí para firmarla, por eso, y para darle la oportunidad a otros de poder leerla, os pido que compartáis este post en vuestros respectivos muros.

Un abrazo

Paco.